Día 4 (primera parte)
Cuando me pareció que ya era suficiente, me di mentalmente un par de palmaditas en los mofletes y decidí levantarme para meterme de cabeza en la (minúscula) ducha de mi habitación y preparame para salir.
Todo lo que para mí era prioritario visitar: Coliseo, Panteón, Capilla Sixtina, Piazza Navona, Basílica de San Pedro, etc. estaba ya visto, así que no tenía un itinerario predeterminado. Decidí ir a ver el Circo Massimo, acercarme después a la Bocca della Verità (a ver si a la tercera iba la vencida y conseguía verla abierta) y después básicamente improvisar.
Antes de marcharme, bajé con el portátil a recepción para intentar conectarme a internet y dar señales de vida, con el mismo éxito que la noche anterior. Al preguntarle a la susceptible recepcionista por el tema, un hombre con acento americano, se me acercó y me preguntó por la conexión. Le conté lo que sabía, que el técnico estaba avisado y que esperaban tenerlo reparado en breve.
Se me sentó al lado y se puso a contarme que era italo-americano, "de Nueva York", me dijo con evidente orgullo. Se llamaba Joe y estaba de visita en Italia porque su madre era italiana y hasta el día de su muerte viajaba una vez al año a su país de origen. Él nunca había estado al otro lado del charco, pero había decidido que lo necesitaba. Me preguntó si yo estaba sola y le dije que sí, arrepintiéndome al instante porque imaginaba lo que vendría después. Efectivamente, me ofreció que pasáramos el día juntos. No es que su compañía no fuese agradable, pero no parecía que aquel hombre bajito, con un inglés a veces peor que el mío, lleno de tatuajes de Harley Davidson y de joyas de oro y yo tuviésemos mucho en común y decidí que prefería pasar el día sola yendo a la mía. Rechacé su ofrecimiento cortesmente y le sugerí una ruta para su primer día en Roma, sintiendo que de alguna forma yo continuaba con el legado de la entrañable Victoria.
Cogí el metro hasta el Circo y me acerqué a esa monumental explanada de... nada... que hay allí. El relato de mi audioguía hablaba de que es el recinto deportivo más grande que se ha construido, con capacidad para 300.000 personas. La lástima es que hoy en día tienes que imaginarte esa grandeza porque, a pesar de que se sospecha que las ruinas originales están debajo de ese montón de tierra, sólo hay precisamente eso, tierra y hierbajos (a eso no se le puede llamar césped). Me sorprendió sobremanera que no haya excavaciones arqueológicas para desenterrarlo.
Cuando finalizó la explicación, fui bordeando el Circo Massimo en dirección a la Bocca della Verità cuando, de repente de entre dos coches, aparece un chico joven y me pregunta la hora en inglés.
Le contesto en "italiano" (sí, lo pongo entre comillas) que son las cinco y entonces me dice en castellano: "Ahhh, ¿eres española?" (confirmando la necesidad de las mencionadas comillas). "¡Creía que eras inglesa!"- añade.
Casi como un acto reflejo me quité las gafas de sol para que viera mis ojos marrones, que junto con mi pelo oscuro y rizado no debería dejar lugar a la duda sobre mi procedencia y exclamé ofendida en español: "¿¿¿Cómo voy a ser inglesa???". A él pareció hacerle gracia porque empezó a reírse con ganas.
"¿Cómo te llamas?" - me preguntó. Su nombre era Giorgio, me informó mientras me daba dos besos, y muy deprisa me dijo que era arqueólogo y que estaba haciendo un postgrado en la universidad. Me contó que su tío vive en Granada y que es una ciudad preciosa. Hablaba increíblemente rápido, casi como si se lo tuviese aprendido y lo dijera mecánicamente.
Me preguntó si estaba sola y le dije que sí. Me arrepentí al instante, pero él titubeó por un momento y yo lo aproveché para escaquearme diciéndole que encantada de conocerle y que me iba a ver la Bocca della Verità. Asintió y se despidió de mí.
Cuando llegué hasta la iglesia de Santa Maria in Cosmedin, la cola para la Bocca della Verità daba la vuelta a la esquina. Decidí en ese momento que si no había hecho cola para ver la Capilla Sixtina, no iba a hacerla para meter la mano dentro de la piedra (verla ya la había visto desde fuera e incluso le había hecho fotos).
Di media vuelta y decidí volver al metro a decidir qué vería a continuación.
Al llegar a una esquina frente al Circo Massimo, oí mi nombre y al girarme, me topé con Giorgio aparcando su motocicleta. "¿Ya la has visto?" - me preguntó indicando con la cabeza en dirección a la iglesia. Le conté que había mucha gente y que no tenía ganas de esperar. "No te pierdes gran cosa" me dijo en inglés.
Se me acercó y me preguntó si me daba miedo la moto. No entendía muy bien a qué se refería, así que le dije que no.
Entonces me dijo: "Estupendo, pues mira, yo tengo algo más de treinta minutos hasta la hora en la que he quedado con mis compañeros en la universidad, te dejo mi casco, nos montamos en mi moto y nos subimos allí arriba" - señalando la colina del Aventino - "y como desde allí se ve toda Roma, si quieres, te voy señalando los puntos más importantes y contándonte sus historias".
Stop. Vamos a ver. Subir en moto. Desconocido. Arqueólogo en la ciudad con más monumentos del mundo. Qué casualidad. Desconocido. Moto. Colina apartada. Todos intentan sacarte la pasta en Roma. ¿Cuántas posibilidades hay de conocer a un arqueólogo fortuitamente?. ¿Timo?. ¿Peligro?. Desconocido. Moto. Colina. No. Definitivamente no.
- No, gracias - le respondí - prefiero no subir en moto con desconocidos.
- Pero yo soy una buena persona - exclamó él casi divertido.
- No lo dudo, pero no te conozco y no voy a subirme en tu moto - dije zanjando la conversación con una amplia sonrisa en mi cara que no daba cabida al debate.
- Ok, lo entiendo, hágamos otra cosa - me dijo medio en inglés, medio en italiano, medio en castellano - ¿ves esa explanada de allí? Me voy a acercar con la moto, allí nos vemos y con el mapa, aunque no será lo mismo, te lo explico todo.
La explanada era un lateral del Circo Massimo. Sopesé la situación y vi que era una zona transitada, por lo que entendí que a plena luz del día no debería haber ningún peligro.
Me encaminé haci allí y cuando llegué ya estaba Giorgio esperándome con unos periódicos que servirían como asientos improvisados.
Me quedé mirándole intentando sopesar si podría distinguir a una persona con malas intenciones de una con buenas. Llegué a la conclusión de que no...
(mañana la continuación ☺)