Me llamo Erin, Erin Brockovich.
"Es que tú tienes más desparpajo" - me decían.
No sabía de dónde se habían sacado eso porque yo me consideraba normal, mi supuesto desparpajo no era algo que a mí me hubiese llamado la atención en ningún momento.
Sin embargo así fue durante años, incluyendo aquella noche de Magdalena contando ya con 18 años, cuando reservamos en un sitio nuevo muy temprano para que nos diera tiempo a llegar a los castillos de fuegos artificiales de las 23:00h.
Llegamos muy puntuales a las 21:00h y nos sentamos. Seríamos diez personas. A las 23:00h aún no nos habían servido la comida a todos (iban sacando por tandas) y cuando lo hicieron la mitad de las cosas o estaban quemadas o faltaban ingredientes o se les había pasado la mano con la sal. Un auténtico desastre.
El sitio tenía un horno ridículamente pequeño donde tenían que hacer desde las pizzas hasta los panecillos de los bocadillos y con eso tenían que dar abasto a todas las mesas del local.
Recuerdo que había una mesa mucho mayor que la nuestra en la que había varios niños y los padres les daban a ellos cualquier cosa de lo que iban sacándoles de la "cocina" (lo pongo entre comillas porque en realidad la cocina consistía en ese horno que estaba dentro de la barra) porque los pobres niños se morían de hambre.
Había otra mesa de chicos jóvenes y una mesa de tres. Los de la mesa de tres mientras esperaban a que les sirvieran se habían bebido ya dos botellas de vino y estaban partiéndose de la risa de la situación.
- Sácanos una tabla de patés para ir matando el hambre por lo menos. - le dijo uno a la camarera. Y cuando ésta les soltó un plato con una tarrina de paté la piara tapa negra en el centro y unos trozos de pan duro sin tostar ni nada, estallaron en carcajadas.
- ¡Ve poniéndonos los cafés! - le dijeron desternillándose - ¡A ver si así están para cuando nos terminemos los bocadillos!
Estábamos en esas pasando ya la medianoche cuando decidimos irnos. Por supuesto nos habíamos perdido los fuegos artificiales. Pedimos la cuenta y cuando nos la sacaron... nos habían metido un sablazo de los de impresión. Con tanta espera habían caído un par de litros de sangría y otro par de cerveza. Y nos querían cobrar 1.500 pesetas (9€) de las de entonces (estoy hablando de hace 14 años) por cada litro.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Yo no me estaba enterando de eso porque estábamos todos de pie en la caja registradora del bar, pero yo estaba atrás riéndome con los de la tabla de paté(s), que tenían una fiesta montada entre los tres para morirse de la risa. Oí que me llamaban a gritos y me acerqué a ver qué pasaba. Dos de mis amigas me explicaban exaltadas el atraco con obvia indignación.
- ¡¡¿Qué hacemos?!! - me preguntaba una.
- ¡¡Yo no pienso pagar este atraco después de lo mal que nos han servido y lo mal que hemos comido!! - decía la otra.
- No pasa nada - dije yo- Pediremos una hoja de reclamaciones.
- Eso, eso, ¡pídela Lore!
Y del mismo modo en que solía ponerme delante para pedir mesa, me acerqué a la barra a pedir una hoja de reclamaciones.
El dueño, indignado (creo que me llegó a llamar "mocosa impertinente") me dijo que como acaban de abrir, las hojas estaban aún en la gestoría. Me gritó y me dijo que cómo teníamos la desfachatez de reclamar cuando nos habían dado de comer a un precio (según él) totalmente razonable.
Tranquilamente le pedí la lista de precios para comprobar lo que me estaba diciendo. No me la dio. Claro, no podía dármela porque él sabía que estaba inflando los precios para intentar aprovecharse de que eran fiestas... y de paso aprovecharse de esa panda de chicas jovencitas.
Le volví a pedir la hoja de reclamaciones. Volvió a decirme que estaba en la gestoría. Le dije que ese no era mi problema y que o me daba la hoja de reclamaciones o llamaba a la policía local y, como seguramente él sabría muy bien, vendrían y le cerrarían el chiringuito inmediatamente por no cumplir con este requisito.
De repente se tranquilizó, dejó de gritarme y se fue a hablar con su mujer. Un chico de otra mesa se acercó porque ellos, hartos de esperar a que les sirvieran los bocadillos y después de haber consumido 3 litros de sangría en la espera, habían pedido también la cuenta y estaban alucinando con el precio. Le conté lo que estaba sucediendo, se indignó y se acercó a donde estaba el dueño:
- ¿Ves esto? - dijo señalando el ticket con el importe de los litros de sangría. Y en un par de movimientos rápidos, lo rompió en varios pedazos. Se reunió con sus amigos y se fueron del local.
El dueño me miró y farfulló algo muy enfadado que claramente iba dirigido a mí.
- De ninguna de las maneras vais a iros sin pagar - me dijo.
- No es nuestra intención, señor, pero tampoco vamos a pagar lo que nos está diciendo. Así que tal y como yo lo veo, o me enseña la lista de precios o se muestra usted más razonable o llamo a la policía y que sea lo que Dios quiera.
Lo dije muy serena, aunque en verdad sentía por dentro el típico "run-run" por enfrentarme a una situación conflictiva. Nos rebajó el precio a uno más sensato y además nos hizo un vale para ir a cenar otro día gratis. A todos nos pareció un buen trato, aunque después de esa segunda vez ninguno pensaba volver a poner los pies en ese sitio.
Al salir del local, mis amigas me preguntaron: "¿Cómo sabías qué hacer y qué decir? ¿Cómo estabas tan tranquila?". De nuevo me sorprendían sus preguntas puesto que yo lo he vivido desde mi infancia. Mis padres y sus amigos nunca han sido injustos ni han intentado aprovecharse en ningún sitio, pero han reclamado siempre que les ha parecido que recibían un mal servicio. Simplemente lo he visto desde siempre.
Aquel día fue la primera vez (de unas cuantas... o muchas...) que pedí una hoja de reclamaciones. Esta enseñanza que me inculcaron mis padres desde niña me ha valido con el paso de los años el apodo de "Erin Brokovich".
Poco a poco os iré contando mis aventuras desde esos tiernos 18 años...