Adiós 2009
Pero ¿qué más me daba a mí? Mis amigos estaban en casa, celebrábamos anticipadamente mi trigésimo cumpleaños y yo no era un ente raro de esos que se denominan "singles" y que parece que no encajen en el grupo de "pares" que son mis amigos. No, yo le tenía a ÉL y era feliz. Estaba conmigo, dormía a mi lado en esa cama que compré en internet corriendo porque ÉL iba a quedarse unos días y no teníamos colchón. Y no era algo efímero, teníamos planes de futuro. Futuro cercano, pasando la Nochevieja juntos por primera vez y futuro lejano."Un día de estos nos casaremos", me había dicho y yo me había quedado en silencio, dejando que me abrazara.
Y casi sin darme cuenta y casi inevitablemente todo empezó a cambiar en aquel diciembre de 2008. La crisis se cebó en mi propio balance económico mensual y aquel leve temor que atenazaba mi garganta se convirtió en miedo y las sumas y las restas, por vueltas que les diera, salían siempre de color rojo. Mi mejor amiga se había ido a su país, a estar con su padre enfermo y, más o menos en aquellos días, también le perdí a ÉL. Así, con mis amigos desperdigados por Navidad, sin dinero y soltera acabó 2008.
Enero de 2009 fue el mes de buscar trabajo los fines de semana. Encontré una porquería de trabajo en el que me pagaban 7€ la hora por trabajar viernes por la tarde, sábados y domingos por la mañana, justo lo que necesitaba. Ese mes fue el del vacío, el de las lágrimas y la incomprensión. Yo caminaba y me movía por el mundo, sí, pero apenas soy consciente de cómo. Mis amigos me llamaban y siempre me hacían la misma pregunta: "¿Cómo estás?". A fuerza de decir la verdad, hasta yo misma me cansé de escucharme y cambié el "hecha polvo" por un horriblemente falso y apresurado "bien, gracias, ¿y tú?". También recibí malas noticias con respecto a mi salud y lo cierto es que me sentía bien enferma.
En febrero, según mis previsiones, supe que en Marzo empezaría a ver la luz al final del túnel en lo que a mi debacle económica se refería. No en vano trabajaba de lunes a domingo. También fue el mes que supe que ÉL había sabido olvidarme tan bien que ya estaba con otra. En febrero guardé sus cuchillas de afeitar, su espuma, su desodorante, su cepillo de dientes y su pasta en una bolsa y se la hice llegar. Mis amigos ya no llamaban para preguntar, se habían cansado de mi "bien, gracias, ¿y tú?" y casi ninguno me llamaba para hacer nada (salir no salen), puesto que ahora yo era una impar y quedar para jugar al Party a tres no es muy divertido. Necesitaba ardientemente recuperar la normalidad en alguno de los pilares que se habían derrumbado: salud, dinero, amor... Por suerte, me mantenía mi familia. Aquí, en casa, con ellos, me sentía segura. Mi abuela paterna sufrió una hipoglucemia una noche y casi pierde la vida, sola en su casa. Lo supe estando de viaje y lloré amargamente durante horas en sus brazos, que me sostuvieron y consolaron. Ella estaba bien (dentro del deterioro de sus múltiples dolencias), era estúpido llorar tanto, pero imaginar que estaba sola... A partir de ese momento, por suerte, consiguieron convencerla para tener a alguien en casa siempre.
En marzo fui consciente de que poco a poco, ladrillo a ladrillo, se había construido un muro alrededor de mi corazón. Pensar en ÉL ya no me dolía, imaginarle con ella tampoco. Incluso podía hablarle sin que se me quebrara la voz (aunque en mi interior anhelaba que llegara el día en que no tuviera que volver a dirigirle la palabra). Pero era una estabilidad fingida, provista por mi muro, que me impedía sentir, que me protegía. Ese mes tuve la ilusión de construir algo para mí, para mi futuro, pero Pablo me engañó. Marzo fue el mes de la traición. Maldito Pablo.
En ese mes supe que tenía que hacer cosas por mí misma, actividades que me distrajeran y me permitieran conocer gente, pero no tenía dinero.
Abril fue el mes de la muerte del padre de mi mejor amiga, allá en latinoamérica. Tras cuatro duros meses de una cruel batalla que a ratos milagrosamente parecía que vencía, mi amiga me llamó llorando y lloré con ella su pérdida. Fue duro no poder darle un abrazo, aunque hice todo lo posible para que me sintiera cerca. Mis penurias económicas habían pasado y con una alegría y alivio que hacía tiempo que no sentía, dejé mi trabajo de los fines de semana. Que si bien es cierto que me había salvado, también era cierto que era una mierda. Sin paños calientes.
Mayo fue un mes de transición. Yo seguía sin poder dormir en aquella cama donde en tan poco tiempo habíamos compartido tanto. La puerta de la habitación estaba cerrada. Hubo dos cosas de las que no había podido deshacerme en febrero. Quedaban las monedas que sobraron del día que pedimos una pizza y que ÉL había dejado en el vacíabolsillos del estante superior del mueble del comedor (ése al que sólo ÉL podía llegar bien) y quedaba también su bote de colonia, el que le dije que había tirado, pero que en verdad seguía ahí, en "su" lado del mueble del cuarto de baño. Así, cuando la nostalgia me vencía, de puntillas, pasaba los dedos por las monedas y me acordaba de la de horas que pasamos en pijama en el sofá. Y cuando se me olvidaba a veces su cara, en el cuarto de baño abría "su" armario y olía su perfume, que me traía a la mente recuerdos dulces, intensos y sobre todo buenos.
Junio fue el renacer de los sentimientos, las sensaciones (abotargadas durante los meses de duelo) y las ilusiones. Una primavera retrasada, motivada tal vez por el resquebrajamiento de mi muro protector. Planes de viajes a los que luego en realidad nunca fui, y de cosas que nunca llegué a hacer. Y Javi. Javi, que fue el primer chico que le neutralizaba a ÉL en mis pensamientos en años. Cuando estaba con Javi no me acordaba ni de ÉL, ni de las cosas que habíamos hecho, ni compartido. Lo nuestro no funcionó y me dio una lección: escoge bien, no hay nada malo en no tener pareja. Al menos, la nueva revisión de la hipoteca había rebajado mi letra en casi 500€. La sensación fue como de volver a respirar.
Julio fue el mes en el que me planté ante mis amigos y puse las cosas claras. Gracias a todos por estar ahí si os necesito, pero no sólo quiero amigos a quien llorar mis penas, necesito amigos con los que salir a tomar algo, despejarme, dar una vuelta, ir al cine, tomar una copa, hacer ALGO. Que estén ahí cuando estoy mal, sí, pero que también estén ahí cuando estoy bien. Fui sincera con mis necesidades y deseos y los expresé de la manera más llana posible. Tuve la misma conversación con mis cuatro amigos más cercanos. Dos se marcharon (adiós, os echaré de menos) y dos se quedaron, demostrándome que ellos sí eran verdaderos amigos. Julio fue el mes en el que empecé este blog. Necesitaba desahogarme, tal vez por todas las veces que, aburrida de escucharme a mí misma, me callé para no dar más la paliza a quien preguntaba.
Agosto fue el mes de las vacaciones. Y, durante las vacaciones, de la concienciación de que estoy sola y debo aprender a ser feliz así. Y de que lo ideal sería seguir sola hasta haberlo logrado, para no volver a temer estar sola nunca más. En ello estoy. Agosto fue también el mes en el que conocí a Jorge (no me olvido de ti...) y sentí una increíble comprensión y aceptación. Tras tantos meses escuchando a la gente decirme: "Todo irá bien", Jorge vino y dijo con franqueza: "Vaya putada". No hizo falta más, se ganó mi cariño eterno. También en Agosto volví a dormir en aquella cama y su recuerdo apenas me despertó un par de veces durante la noche...
Empezaba a despuntar septiembre cuando, un día en el que me sentía dichosa y después de dar un largo paseo a mi perra, decidí sentarme a cortar guindillas en una hamaca plegable cuyas patas temblaron, dudando entre cerrarse o quedarse abiertas. Entonces tuve la feliz idea de meter la mano dentro para sujetar las patas, logrando así que mi propio peso cerrara el engranaje cizallándome mi dedo. El resultado es de sobra conocido por todos.
En octubre empecé con lo que había soñado hacer en Marzo: clases de canto (las de guitarra quedaron descartadas por motivos anulares obvios), flamenco y danza del vientre (ambos son bailes en los que no es necesario pareja). Todo eso compaginado con la rehabilitación y el trabajo me mantuvo muy ocupada.
En noviembre supe que lo había superado, que ya nunca volvería a anhelar sus besos ni sus abrazos. Supe que ya no quería estar con él (sí, en minúsculas). Me descubrí incapaz de imaginarme a su lado, teniendo una relación con él, y supe a ciencia cierta que ése era (por fin) el principio del final de mi agonía. Tal vez aún me molesten ciertas cosas, pero ya no me duelen. Y si no te duelen, es que no te importan. El problema es que eso trajo consigo la sequedad de emoción en la que me encuentro para retomar el relato de nuestra historia, aunque prometo intentarlo.
En diciembre no renové las clases de danza del vientre, porque aunque el baile en sí no está mal y la chica que las da es un encanto, sus clases son muy aburridas y la hora y media que duraban se me hacía eterna. Intenté apuntarme a un curso de literatura creativa (a ver si así me enseñaban a escribir) pero ya estaba empezado y no pude. Me lo reservo para el curso que viene. Hoy, 3 de enero de 2010 puedo decir que diciembre ha sido un mes bastante bueno, donde, aparte de los eventos familiares, mis dos amigos (los que se quedaron) se han empeñado en no dejarme sola ningún fin de semana. Se lo agradezco en el alma, aunque ahora, doce meses después, sé que tampoco se habría caído el mundo si no hubiese sido así.
Viendo en retrospectiva el año que ya se ha ido, está claro que empezó a mejorar de la mitad en adelante, pero aún así, y a pesar de todo lo que he aprendido, no me duele decirte: